lunes, 31 de octubre de 2011

Japón: El teatro Bunraku y Kishida-san



Esta mañana, Kishida-san ha venido a verme con unos papeles en la mano. Yo anhelaba verle para contarle mi experiencia del domingo, una de las más emocionantes de mi vida.



- Ayer fui al Bunraku y me acordé de tí, creo que debes ir a verlo



- Yo también estuve ayer en el Bunraku, estaba deseando verle para contárselo, señor Kishida!



Efectivamente, Kishida-san y yo tuvimos el mismo pensamiento, el uno en el otro, al coincidir sin saberlo en la representación de ayer en el Teatro Nacional Bunraku de Osaka. Y hemos comentado la belleza y sutileza de este arte centenario, patrimonio inmaterial cultural de la humanidad.



El Bunraku es representado por marionetas de más de un metro de altura, movidas cuidadosamente por tres hombres. Dos van tapados completamente de negro y el otro, el principal, va descubierto. Es el que da alma y expresividad a la marioneta, cuidadosamente vestida y tratada con mimo. Y durante la escena, están vivas, yo así lo sentí. Durante las cuatro horas que duró el espectáculo, estuve inmerso en un mundo de sueños y de sensibilidad únicos, rodeado de una exquiqitez que no había sentido jamás. Los movimientos de las marionetas, tan humanos, tan medidos, tan fluidos y perfectos, conseguían transmitir con fidelidad la emoción que el narrador cantaba desde la parte derecha del teatro. Al lado del narrador, un grupo de músicos con sus shamisen (instrumentos de cuerda) imprimían drama, dolor o amor con cada toque, con cada nota.



Muy pocas cosas han conseguido retenerme a la silla a su conclusión. Recuerdo la novena de Mahler en Berlín, el último concierto de El Torta en la sala Juglar de Madrid...y poco más. Ayer quedé petrificado y aguantando las lágrimas ante tal demostración de dramatismo (riete tú de Shakespeare), de belleza y de sensibilidad, un sentimiento que tocó partes inexcrutables de mi alma.



Al salir del teatro, una mujer vendía unas preciosas postales inspiradas en las obras que se habían representado. Dudé si comprar una, y cuando ya me había decidido a comprarla, mi jefe (que esta vez no se fue en el descanso como hizo en el Kabuki) me instó a salir para cenar. lamenté no haber comprado esa pequeña y hermosa postal. La misma que esta mañana Kishida-san me traía bajo su brazo. Él se acordó de mí en ese mismo momento, sin habernos visto o encontrado en el teatro, tras ese éxtasis de belleza y emoción, y me compró la postal.



Después de esto que he contado, creo que no hay más que decir. Solo que soy enormemente afortunado.

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