domingo, 25 de septiembre de 2011

Japón, día 25. Kyoto y el colapso




Es un milagro que pueda escribir esta noche. Hace tan solo unas horas, no daba un yen por este ordenador. Me dejó tirado ayer por la noche incomprensiblemente, su bloqueo creó en mí un colapso justo cuando me disponía a narrar la historia de mi día en Kyoto.


Kyoto, gran capital del Japón durante casi mil años, me dejó perplejo durante unas ocho horas, y eso que las maltrechas rodillas de mi jefe me privaron de conocer muchos de sus secretos. Comencé el día recorriendo el largo pasillo del Sanjusangendo, el templo budista más largo del mundo, con una auténtica legión de estatuas custodiándolo. Seguidamente conocí la fortaleza shogun de Kyoto, el nijo-jo. Y como un niño me imaginaba con una katana recorriendo sus pasillos a prueba de intrusos (con un ingenioso sistema que delata al caminante y que aun hoy funciona a la perfección). La fortaleza sacó de mí sentimientos dormidos, pude visionar luchas, consejos de ministros, ceremonias del té. Pude ver cómo el shogun pasaba a ver a sus concubinas, dónde y cómo las amaba. Y finalmente (y no con mi imaginación) paseé por uno de los jardines más hermosos que he visto en mi vida. Para culminar la jornada, paseamos por las inmediaciones del pabellón dorado, el especialísimo mercado de abastos y la ciudad antigua, donde me crucé con tres geishas que igualmente me hicieron viajar al pasado.





Me disponía a contar esta y más historias (como mi destreza y pericia al arrancar un cartel de Kabuki en plena calle) cuando mi ordenador dijo que nani. Ahorraré a mis lectores la secuencia en la que pierdo los papeles y todas las triquiñuelas que me han llevado a revivirlo. El caso es que me ha permitido trabajar correctamente por la tarde y escribir ahora mi relato. Relato que acaba recordando a mi amigo Enrique, figura del toreo que ayer se emborrachó por naturales y cambios de mano, con una muleta aun por recibir sangre pero siempre en su sitio y planchada. Recibo los ecos desde Asturias de su faena y de sus ocho puyazos de whisky, y lamento que esta experiencia nipona me haya impedido estar en el festejo y, por lo menos, poner un par de banderillas. Sea para bien Maestro, no me cabe duda.


De todas formas, y ahora que lo pienso, puede que los ordenadores sean muy listos, tal vez demasiado. Tal vez mi ordenador conocía mis intenciones y se hizo el longuis para evitar que me levantase a las cinco de la mañana para ver al Atleti. Visto lo visto, al final me ha hecho un favor.

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