domingo, 18 de septiembre de 2011

Japón, día 17. Una tarde kabuki




Ambientazo en el teatro Sochikuza de Osaka. Convencí a mis intrépidos compañeros de llegar pronto, paladear las afueras, la espera del momento. Creo que Nirmal y Gregg no tenían muy claro a lo que venían. Yo si.


Los alrededores del teatro estaban plagados de locales, restaurantes, puestos callejeros, tiendas de todo tipo. Una marea de gente caminaba en todos los sentidos mientras esperábamos en la fila. Entramos en el teatro. Maravillosa acogida, cartel de no hay billetes, gente bien vestida y respetuosa. Una simpática azafata nos llevó hasta nuestros asientos. Y entonces comenzó la función.


La primera de las tres obras fue sin duda la que más me atrapó. En la parte derecha, el grupo de músicos con sus koto y shamisen (instrumentos de cuerda). Encima de ellos dos narradores, cantando en el tono clásico y ancestral, el que yo esperaba. Acojona, te transporta, te mece y te lleva a un estado en el que poco importa el argumento. La historia fue avanzando en una lucha constante entre el bien y el mal. Los movimientos, los bailes, las expresiones faciales y corporales, una sinfonía única de pulcritud y de espíritu.


Posteriormente fueron apareciendo más elementos. Fue estremecedora la aparición del shakuhachi (una especie de flauta de bambú) en la segunda de las obras que se representaron. Por aquellos momentos yo ya flotaba por el aire del teatro, embriagado por tanta belleza y evaporando lágrimas silenciosas.


Pero no todo quedaba en el escenario. En los descansos pude observar cómo la sociedad japonesa se comporta de modo totalmente distinto al nuestro. Para empezar, porque comen entre obra y obra. Aunque sin duda lo que más llamó mi atención fueron las numerosas mujeres ataviadas con hermosos kimonos. Realmente Japón alberga una magia inexplicable. Hay que sentirla.





Mi jefe se dió mus al final de la segunda obra, y yo me quedé solo con Gregg para recorrer el barrio después de aquel éxtasis. Acabamos comiendo Takoyaki en un puesto callejero, junto a un canal del río, con un ejército de extractores expulsando los más diversos aromas. Y aplaqué mi sed con una Asahi mientras veía pasar los barcos, mientras pensaba que ya podía tachar una línea de mi lista. Puerta Grande.

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