lunes, 12 de septiembre de 2011

Japón, día 12. Nara



Me siento en frente del ordenador, y me dispongo a escribir como en los viejos tiempos. Me acompaña un viejo amigo, Francis Poulenc. Aunque hay alguna diferencia clara con aquella época, más que nada la edad. Y la cerveza que bebo mientras escribo, que entonces era una Hansa Pils y ahora es una Kirin. Por lo demás, sigo reconociendome y siendo prácticamente el mismo. Vivo con la misma energía toda la novedad que me envuelve, aprovecho cada persona que pasa por la calle, cada cartel publicitario, cada bar o tienda de ropa. No es fácil decir lo que digo.




Puede que si, que Japón me esté despertando a bofetadas y me esté recodadndo algunas de mis peculiaridades, de esas por las que en algún momento me llegué a sentir diferente. Ni mejor ni peor: diferente. Ayer, en Nara (una de las antiguas capitales del Japón, entre el siglo séptimo y octavo) adelgacé años, perdí arrugas, gané agilidad en las piernas y el calor ni siquiera me afectó. Saludé, sonreí y me emocioné con cada teja de cada templo, con cada pilar de madera. Arañé aire a las piedras, que me hablaron de aquella grandeza que tanto ansiaba conocer. Definitivamente, Japón es uno de los pilares de mis sueños de infancia, como lo era (y es) Noruega, como lo son Egipto o Argentina. Y estar en Japón es un reencuentro con alguna parte de mi alma que aun no logro entender.




Mi estado de gracia hace que me encuentre feliz ante la gran oportunidad profesional que vivo. Pasan los días sin enterarme que el objetivo se va cumpliendo y que lo que parecía imposible hace semanas, sale fluido ahora de nuestras mentes y nuestros ordenadores. Y eso no es desdeñable, era la prioridad.



Ayer por la noche, al salir del maravilloso restaurante donde engullí seis pinchos de yakitori (y que encontré por casualidad), caminé errático por las animadas calles de Osaka. Sin sentirme extraño, cruzando los semáforos a paso de Ipod y llenandome de positivismo y de vitalidad, pensando que todo esto merece la pena. Y se me puso la camisa de gallina al darme cuenta de que unos metros más allá, en el país plano que cantó Jacques Brel, me esperas con tu abrazo y tu sonrisa, con tus ganas de hacerme feliz. Con tu magia intacta y las mejillas coloradas por el frío del otoño que comienza.


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