miércoles, 3 de octubre de 2007

Otoño

Los meses de octubre y noviembre son inigualables. Las mañanas son lentas, pero tienen una textura única, de nubes concentradas en azul plomizo. Transita el día entre la ida y venida que supone la sinfonía de color de los paraguas, y se detiene en un café, en un charco, en ir pisando las hojas secas por el camino que te lleva al rincón deseado.
Y llega ese momento delicioso, en el que se apagan las luces del cielo y se encienden las farolas. Que hermosas son las farolas del otoño, y cuántas cosas iluminan por debajo de sí. Su brillar es indiscutible a cualquier hora de la tarde, y adquiere matices propios a cada minuto. Las calles se vuelven aristocracia, y los zapatos evocan ecos del pasado, los de ellos romanticismo, los de ellas inspiración. Suave acaricia la bufanda las pieles de quien se atreven a probar su elegancia con ellas, y tras la más insospechada esquina, aparece una joven que despierta al amor con una boina francesa demoledora.
Es inevitable buscar el refugio del café, que a esas horas despilfarra literatura en su vapor, mezclándose con el humo de los cigarrillos. Porque bien sabido es que el humo de los cigarrillos apenas es dañino cuando despierta el otoño y el frío comienza a enrojecer las mejillas. Octubre me suena a lluvia, a campo vivo y húmedo, a atardeceres en la lumbre de una cabaña o de un libro, a un piano que compone amores y desamores mientras la gente camina.
También es distinto el caminar de la gente en el otoño. Es prepararse cadencioso hasta un abrazo que llega en la noche, en el último suspiro de la luna.

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