viernes, 11 de febrero de 2011

Resaca

Sale el sol en Nivelles. Ilumina mi despacho a través de la ventana del techo, y me doy cuenta de que apenas queda nadie en esta tranquila tarde de viernes. Aprovecho para soñar despierto y miro vuelos para ir a Asturias, que me hacen babear la sidra que me bebí con Oti el viernes pasado en el Centro Cabraliego de Bruselas. Es curioso ese pedazo de tierrina que descubrí al poco de llegar gracias a aquel proyecto de conocida. Jamás volvió a dar señales de existencia, pero al menos me descubrió este santuario donde la sidra es más barata que en Madrid, más necesaria y menos fría. Y cerca de la casa natal de Bruegel, que no es cosa a desdeñar.


Allí queman sus horas y sus cigarrillos hombres que cambiaron de cuenca minera hace más de media vida, pero que pronuncian sus juramentos y agravios como puede pronunciarlos Ramonín cualquier tarde en el bar de Piñeres. Tienen en su mirada la tranquilidad que queda después del miedo y de la distancia, y una buena pensión que les permite viajar de vez en cuando a Mieres y también a Benidorm.


La barra del Centro Cabraliego es un tronco arrancado al Cuera, un lugar donde encontrar la nostalgia necesaria para no sentir el desarraigo, para que el viento no oxide los recuerdos ni las auencias. Termina esta semana de resaca con el eco que dejan las tejas de almendra que te enseñó a hacer Mariló, y con la ilusión de estrenar las brocas especiales para cemento que me permitan instalar por fin los focos del pasillo.


Esta serie de lentas chicuelinas al paso me deja frente a un fin de semana de deseos no escritos, de parques por caminar y de ropa limpia en el armario. Ropa que mantiene inalterable el aroma y el contorno de todos tus abrazos.