viernes, 3 de septiembre de 2010

A casa en supositorio

Vuelvo a coger el supositorio volante, como quien coge un coche de línea a Mojados. Debo acostumbrarme a este vaivén porque ya forma parte irremediable de mi nueva vida. Yo, por si acaso, cuando subo me acuerdo de Enrique y mirando a la cabina le digo al comandante "vaya usté con cuidao".


Pero este viaje es diferente porque me lleva a casa, al refugio mutuo que busco y ofrezco a mi madre. Empacharse de Delibes en Bélgica tiene estas cosas, nostalgia pura y dura de los pinares y de las tierras que esperan el grano. Epoca de vendimia para más inri, nostalgia añadida.


De todos los amigos que aun perduran en la libreta, hay un reducido grupo de dos que me acompañan desde que aprendí a hablar en la guardería. Por eso, la boda de Luis no es cualquier cosa, es un abrazo al tiempo y a las gestiones bien hechas, a las amistades sólidas y al recuerdo amable y caluroso de tantas correrías juntos.


Recibo ultimamente una caricia del pasado, un agradecimiento silencioso que me llena de felicidad y de paz. Listo estoy para una nueva dosis el sábado en Olmedo, del brazo de un modelazo que rompe el traje con su belleza. Abrir la puerta y encontrarte así me revoluciona la sangre, aunque luego parezca un Tom Cruise cualquiera a tu lado. Pero a tu lado no me importa senirme como sea, me es indiferente porque me siento henchido si me abrazas y me oxigenas los pulmones.


Mientras tanto, paso las horas previas dando envidia a François hablándole de la comida y el vino que me espera en España, y encargo el periódico para pasar mejor el trago de siempre. Y lo peor no es el despegue, qué va. Lo peor es cuando llevas una hora en el supositorio alado y de repente te das cuenta de que, por tu propia voluntad, te encuentras lejos de la Tierra, en un lugar antinatural apartado de todo. Y entonces es cuando cierras los ojos y dices "quién coño me mandará a mí estar aquí"